lunes, 16 de enero de 2012

Fragmento de "Niebla" de Miguel de Unamuno


CAPÍTULO I
Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo
derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los
ojos al cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria
y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior,
sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de
la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no
era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir
el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro
de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo
un paraguas abierto.
«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas
–pensó Augusto–; tener que usarlas, el uso estropea y hasta destruye
toda belleza. La función más noble de los objetos es la de
ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida!
Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro o
o más bien se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en
Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servimos
de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que
nos proteja de toda suerte de males.»
Díjose así y se agachó a recogerse los pantalones. Abrió el
paraguas por
«y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?»
Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la
vida. «Esperaré a que pase un perro –se dijo– y tomaré la dirección
inicial que él tome.»
En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza,
y tras de sus ojos se fue, como imantado y sin darse de ello
cuenta, Augusto.

[...]

CAPÍTULO 17

[...]

–Pero ¿te has metido a escribir una novela?
–¿Y qué quieres que hiciese?
–¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?
–Mi novela no tiene argumento, o mejor dicho, será el que
vaya saliendo. El argumento se hace él solo.
–¿Y cómo es eso?
–Pues mira, un día de estos que no sabía bien qué pacer, pero
sentía ansia de hacer algo, una comezón muy íntima, un escarabajeo
de la fantasía, me dije: voy a escribir una novela, pero voy
a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí
unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocurrió, sin saber
lo que seguiría, sin plan alguno. Mis personajes se irán haciendo
según obren y hablen, sobre todo según hablen; su carácter se
irá formando poco a poco. Y a las veces su carácter será el de
no tenerlo.
–Sí, como el mío.
–No sé. Ello irá saliendo. Yo me dejo llevar.
–¿Y hay psicología?, ¿descripciones?
–Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La cosa es que los
personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada.
–Eso te lo habrá insinuado Elena, ¿eh?
–¿Por qué?
–Porque una vez que me pidió una novela para matar el
tiempo, recuerdo que me
dijo que tuviese mucho diálogo y muy cortado.
–Sí, cuando en una que lee se encuentra con largas descripciones,
sermones o relatos, los salta diciendo: ¡paja!, ¡paja!, ¡paja!
Para ella sólo el diálogo no es paja. Y ya ves tú, puede muy bien
repartirse un sermón en un diálogo...
–¿Y por qué será esto?...
–Pues porque a la gente le gusta la conversación por la conversación
misma, aunque no diga nada. Hay quien no resiste
un discurso de media hora y se está tres horas charlando en un
café. Es el encanto de la conversación, de hablar por hablar, del
hablar roto a interrumpido.
–También a mí el tono de discurso me carga...
–Sí, es la complacencia del hombre en el habla, y en el habla
viva... Y sobre todo que parezca que el autor no dice las cosas por
sí, no nos molesta con su personalidad, con su yo satánico. Aunque,
por supuesto, todo lo que digan mis personajes lo digo yo...
–Eso pasta cierto punto...
–¿Cómo hasta cierto punto?
–Sí, que empezarás creyendo que los llevas tú, de tu mano, y
es fácil que acabes convenciéndote de que son ellos los que te
llevan. Es muy frecuente que un autor acabe por ser juguete de
sus
–Tal vez, pero el caso es que en esa novela pienso meter todo
lo que se me ocurra, sea como fuere.
–Pues acabará no siendo novela.
–No, será... será...
ficciones...nivola.
–Y ¿qué es eso, qué es
nivola?
–Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano
de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit,
para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé
qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo:
«Pero ¡eso no es soneto!...» «No, señor –le contestó Machado–,
no es soneto, es... sonite!" Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino... ¿cómo dije?, navilo... nebulo, no no, nivola, eso es ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su género.
Invento el género, inventar un género no es más
que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y
mucho diálogo!
–¿Y cuando un personaje se queda solo?
–Entonces... un monólogo. Y para que parezca algo así como
un diálogo invento un perro a quien el personaje se dirige.
–¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás inventando?...
–¡Puede ser!
Al separarse uno de otro, Víctor y Augusto, iba diciéndose
este: "Y esta mi vida, ¿es novela, es nivola o qué es? Todo esto
que me pasa y que les pasa a los que me rodean, ¿es realidad o
es ficción? ¿No es acaso todo esto un sueño de Dios o de quien sea, que se desvanecerá cuando Él despierte, y por eso le rezamos y elevamos a él cánticos e himnos, para adormecerlo, para cunar su sueño? ¿No es acaso la liturgia de todas las religiones un modo de brezar el sueño de Dios y que no despierte y deje de soñarnos? ¡Ay, mi Eugenia, mi Eugenia! Y mi Rosarito..."
- ¡Hola, Orfeo!
Orfeo le había salido al encuentro, brincaba, le quería trepar piernas arriba. Cogióle y el animalito comenzó a lamerle la mano.
-Señorito -le dijo Liduvina-, ahí le aguarda Rosarito con la plancha.
-¿Y cómo no la planchaste tú?
-Qué sé yo... le dije que el señorito no podía tardar, que si quería aguardarse...
-Pero podrías haberle despachado como otras veces...
-Sí, pero, en fin, usted me entiende...
-¡Liduvina! ¡Liduvina!
-Es mejor que la despache usted mismo.
-Voy allá.

Fragmento de "Sonata de otoño" de Ramón María del Valle-Inclán


MI AMOR ADORADO, estoy muriéndome y sólo deseo verte» ¡Ay! Aquella carta de la pobre Concha se me extravió hace mucho tiempo. Era llena de afán y de tristeza, perfumada de violetas y de un antiguo amor. Sin concluir de leerla, la besé. Hacía cerca de dos años que no me escribía, y ahora me llamaba a su lado con súplicas dolorosas y ardientes. Los tres pliegos blasonados traían la huella de sus lágrimas, y la conservaron largo tiempo. La pobre Concha se moría retirada en el viejo Palacio de Brandeso, y me llamaba suspirando. Aquellas manos pálidas, olorosas, ideales, las manos que yo había amado tanto, volvían a escribirme como otras veces. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Yo siempre había esperado en la resurrección de nuestros amores. Era una esperanza indecisa y nostálgica que llenaba mi vida con un aroma de fe: Era la quimera del porvenir, la dulce quimera dormida en el fondo de los lagos azules, donde se reflejan las estrellas del destino. ¡Triste destino el de los dos! El viejo rosal de nuestros amores volvía a florecer para deshojarse piadoso sobre una sepultura.

¡La pobre Concha se moría!

Yo recibí su carta en Viana del Prior, donde cazaba todos los otoños. El Palacio de Brandeso está a pocas leguas de jornada. Antes de ponerme en camino, quise oír a María Isabel y a María Fernanda, las hermanas de Concha, y fui a verlas. Las dos son monjas en las Comendadoras. Salieron al locutorio, y a través de las rejas me alargaron sus manos nobles y abaciales, de esposas vírgenes. Las dos me dijeron, suspirando, que la pobre Concha se moría, y las dos, como en otro tiempo, me tutearon. ¡Habíamos jugado tantas veces en las grandes salas del viejo Palacio señorial!
Salí del locutorio con el alma llena de tristeza. Tocaba el esquilón de las monjas: Penetré en la iglesia, y a la sombra de un pilar me arrodillé. La iglesia aún estaba oscura y desierta. Se oían las pisadas de dos señoras enlutadas y austeras que visitaban los altares: Parecían dos hermanas llorando la misma pena e implorando una misma gracia. De tiempo en tiempo se decían alguna palabra en voz queda, y volvían a enmudecer suspirando. Así recorrieron los siete altares, la una al lado de la otra, rígidas y desconsoladas. La luz incierta y moribunda de alguna lámpara, tan pronto arrojaba sobre las dos señoras un lívido reflejo, como las envolvía en sombra. Yo las oía rezar medrosamente. En las manos pálidas de la que guiaba, distinguía el rosario: Era de azabaches, y la cruz y las medallas de lucientes oros. Recordé que Concha rezaba con un rosario igual y que tenía escrúpulos de permitirme jugar con él. Era muy piadosa la pobre Concha, y sufría porque nuestros amores se le figuraban un pecado mortal. ¡Cuántas noches al entrar en su tocador, donde me daba cita, la hallé de rodillas! Sin hablar, levantaba los ojos hacia mí indicándome silencio. Yo me sentaba en un sillón y la veía rezar: Las cuentas del rosario pasaban con lentitud devota entre sus dedos pálidos. Algunas veces, sin esperar a que concluyese, me acercaba y la sorprendía. Ella tornábase más blanca y se tapaba los ojos con las manos. ¡Yo amaba locamente aquella boca dolorosa, aquellos labios trémulos y contraídos, helados como los de una muerta! Concha desasíase nerviosamente, se levantaba y ponía el rosario en un joyero. Después, sus brazos rodeaban mi cuello, su cabeza desmayaba en mi hombro, y lloraba, lloraba de amor, y de miedo a las penas eternas.
Cuando volví a mi casa había cerrado la noche: Pasé la velada solo y triste, sentado en un sillón cerca del fuego. Estaba adormecido y llamaron a la puerta con grandes aldabadas, que en el silencio de las altas horas parecieron sepulcrales y medrosas. Me incorporé sobresaltado, y abrí la ventana. Era el mayordomo que había traído la carta de Concha, y que venía a buscarme para ponernos en camino.
EL MAYORDOMO era un viejo aldeano que llevaba capa de juncos con capucha, y madreñas. Manteníase ante la puerta, jinete en una mula y con otra del diestro. Le interrogué en medio de la noche.
-¿Ocurre algo, Brión?
-Que empieza a rayar el día, Señor Marqués.
Bajé presuroso, sin cerrar la ventana que una ráfaga batió. Nos pusimos en camino con toda premura. Cuando llamó el mayordomo aun brillaban algunas estrellas en el cielo. Cuando partimos oí cantar los gallos de la aldea. De todas suertes no llegaríamos hasta cerca del anochecer. Hay nueve leguas de jornada y malos caminos de herradura, trasponiendo monte. Adelantó su mula para enseñarme el camino, y al trote cruzamos la Quintana de San Clodio, acosados por el ladrido de los perros que vigilaban en las eras atados bajo los hórreos. Cuando salimos al campo empezaba la claridad del alba. Vi en lontananza unas lomas yermas y tristes, veladas por la niebla. Traspuestas aquéllas, vi otras, y después otras. El sudario ceniciento de la llovizna las envolvía: No acababan nunca. Todo el camino era así. A lo lejos, por La Puente del Prior, desfilaba una recua madrugadora, y el arriero, sentado a mujeriegas en el rocín que iba postrero, cantaba a usanza de Castilla. El sol empezaba a dorar las cumbres de los montes: Rebaños de ovejas blancas y negras subían por la falda, y sobre verde fondo de pradera, allá en el dominio de un Pazo, larga bandada de palomas volaba sobre la torre señorial. Acosados por la lluvia, hicimos alto en los viejos molinos de Gundar, y como si aquello fuese nuestro feudo, llamamos autoritarios a la puerta. Salieron dos perros flacos, que ahuyentó el mayordomo, y después una mujer hilando. El viejo aldeano saludó cristianamente:
-¡Ave María Purísima!
La mujer contestó:
-¡Sin pecado concebida!
Era una pobre alma llena de caridad. Nos vio ateridos de frío, vio las mulas bajo el cobertizo, vio el cielo encapotado con torva amenaza de agua, y franqueó la puerta, hospitalaria y humilde:
-Pasen y siéntense al fuego. ¡Mal tiempo tienen, si son caminantes! ¡Ay! Qué tiempo, toda la siembra anega. ¡Mal año nos aguarda!
Apenas entramos, el mayordomo volvió a salir por las alforjas. Yo me acerqué al hogar donde ardía un fuego miserable. La pobre mujer avivó el rescoldo y trajo un brazado de jara verde y mojada, que empezó a dar humo, chisporroteando. En el fondo del muro, una puerta vieja y mal cerrada, con las losas del umbral blancas de harina, golpeaba sin tregua: ¡Tac! ¡tac! La voz de un viejo que entonaba un cantar, y la rueda del molino, resonaban detrás. Volvió el mayordomo con las alforjas colgadas de un hombro:
-Aquí viene el yantar. La señora se levantó para disponerlo todo por sus manos. Salvo su mejor parecer, podríamos aprovechar este huelgo. Si cierra a llover no tendremos escampo hasta la noche.
La molinera se acercó solícita y humilde:
-Pondré unas trébedes al fuego, si acaso les place calentar la vianda.
Puso las trébedes y el mayordomo comenzó a vaciar las alforjas: Sacó una gran servilleta adamascada y la extendió sobre la piedra del hogar. Yo, en tanto, me salí a la puerta. Durante mucho tiempo estuve contemplando la cortina cenicienta de la lluvia que ondulaba en las ráfagas del aire. El mayordomo se acercó respetuoso y familiar a la vez:
-Cuando a vuecencia bien le parezca... ¡Dígole que tiene un rico yantar!
Entré de nuevo en la cocina y me senté cerca del fuego. No quise comer, y mandé al mayordomo que únicamente me sirviese un vaso de vino. El viejo aldeano obedeció en silencio. Buscó la bota en el fondo de las alforjas, y me sirvió aquel vino rojo y alegre que daban las viñas del Palacio, en uno de esos pequeños vasos de plata que nuestras abuelas mandaban labrar con soles del Perú, un vaso por cada sol. Apuré el vino, y como la cocina estaba llena de humo, salíme otra vez a la puerta. Desde allí mandé al mayordomo y a la molinera que comiesen ellos. La molinera solicitó mi venia para llamar al viejo que cantaba dentro. Le llamó a voces.
-¡Padre! ¡Mi padre!...
Apareció blanco de harina, la montera derribada sobre un lado y el cantar en los labios. Era un abuelo con ojos bailadores y la guedeja de plata, alegre y picaresco como un libro de antiguos decires. Arrimaron al hogar toscos escabeles ahumados, y entre un coro de bendiciones sentáronse a comer. Los dos perros flacos vagaban en torno. Fue un festín donde todo lo había previsto el amor de la pobre enferma. ¡Aquellas manos pálidas, que yo amaba tanto, servían la mesa de los humildes como las manos ungidas de las santas princesas! Al probar el vino, el viejo molinero se levantó salmodiando:
-¡A la salud del buen caballero que nos lo da!... De hoy en muchos años torne a catarlo en su noble presencia.
Después bebieron la mujeruca y el mayordomo,todos con igual ceremonia. Mientras comían yo les oía hablar en voz baja. Preguntaba el molinero adónde nos encaminábamos y el mayordomo respondía que al Palacio de Brandeso. El molinero conocía aquel camino, pagaba un foro antiguo a la señora del Palacio, un foro de dos ovejas, siete ferrados de trigo y siete de centeno. El año anterior, como la sequía fuera tan grande, perdonárale todo el fruto: Era una señora que se compadecía del pobre aldeano. Yo, desde la puerta, mirando caer la lluvia, les oía emocionado y complacido. Volvía la cabeza, y con los ojos buscábales en torno del hogar, en medio del humo. Entonces bajaban la voz y me parecía entender que hablaban de mí. El mayordomo se levantó:
-Si a vuecencia le parece, echaremos un pienso a las mulas y luego nos pondremos en camino.
Salió con el molinero, que quiso ayudarle. La mujeruca se puso a barrer la ceniza del hogar. En el fondo de la cocina los perros roían un hueso. La pobre mujer, mientras recogía el rescoldo, no dejaba de enviarme bendiciones con un musitar de rezo:
-¡El Señor quiera concederle la mayor suerte y salud en el mundo, y que cuando llegue al Palacio tenga una grande alegría!... ¡Quiera Dios que se encuentre sana a la señora y con las colores de una rosa!...
Dando vueltas en torno del hogar la molinera repetía monótonamente:
-¡Así la encuentre como una rosa en su rosal!
Aprovechando un claro del tiempo, entró el mayordomo a recoger las alforjas en la cocina, mientras el molinero desataba las mulas y del ronzal las sacaba hasta el camino, para que montásemos. La hija asomó en la puerta a vernos partir:
-¡Vaya muy dichoso el noble caballero!... ¡Que Nuestro Señor le acompañe!...
Cuando estuvimos a caballo salió al camino, cubriéndose la cabeza con el mantelo para resguardarla de la lluvia que comenzaba de nuevo, y se llegó a mí llena de misterio. Así, arrebujada, parecía una sombra milenaria. Temblaba su carne, y los ojos fulguraban calenturientos bajo el capuz del mantelo. En la mano traía un manojo de yerbas. Me las entregó con un gesto de sibila, y murmuró en voz baja:
-Cuando se halle con la señora mi Condesa, póngale sin que ella le vea, estas yerbas bajo la almohada. Con ellas sanará. Las almas son como los ruiseñores, todas quieren volar. Los ruiseñores cantan en los jardines, pero en los palacios del rey se mueren poco a poco...
Levantó los brazos, como si evocase un lejano pensamiento profético, y los volvió a dejar caer. Acercóse sonriendo el viejo molinero, y apartó a su hija sobre un lado del camino para dejarle paso a mi mula:
-No haga caso, señor. ¡La pobre es inocente!
Yo sentí, como un vuelo sombrío, pasar sobre mi alma la superstición, y tomé en silencio aquel manojo de yerbas mojadas por la lluvia. Las yerbas olorosas llenas de santidad, las que curan la saudade de las almas y los males de los rebaños, las que aumentan las virtudes familiares y las cosechas... ¡Qué poco tardaron en florecer sobre la sepultura de Concha en el verde y oloroso cementerio de San Clodio de Brandeso!

Poemas de Salvador Rueda

Afrodita
Venus, la de los senos adorados
que nutren de vigor savias y rosas;
la que al mirar derrama mariposas
y al sonreír florecen los collados;

la que en almas y cuerpos congelados
fecunda vierte llamas generosas,
de Eros a las caricias amorosas
ostenta sus ropajes cincelados.

Ella es la fuerza viva, el soplo ardiente
de cuanto sueña y goza, piensa y siente;
de cuanto canta y ríe, vibra y ama.

En el niño es candor, eco en la risa;
en el agua canción, beso en la brisa,
ascua en corazón, flor en la rama.


El cisne
Visión impecable de nácar riente,
ara de alabastro y hostiario viviente,
cisne, frágil arco de la idealidad;
alma que desfila bajo de tu cuello
digna es del gran triunfo de gozar lo bello
y del sol que alumbra la inmortalidad.

Sagrario que viertes pulcritus divina,
filtro idealizado de luz cristalina,
de las fuentes triste clarificador;
tu lección de blanco, viste de pureza,
viste armonía, viste de belleza,
y abre castas risas de bondad y amor.

Tu blancor teológico lava de pecado,
y, oración de plumas, tu ropón nevado
habla de una eterna casta religión:
la que da a las almas la naturaleza,
la que da alegría, la que da belleza,
la que de blancuras viste la ilusión.

Gracia de los cielos en tus plumas llueve,
en tus plumas hechas de oración y nieve,
que a la boca invitan cual para rezar;
hecho tu plumaje de altos resplandores,
no está profanado ni por los colores
y su luz ni el iris se atreve a tocar.

Poemas de Antonio Machado

Hastío
   Pasan las horas de hastío
por la estancia familiar,
el amplio cuarto sombrío
donde yo empecé a soñar.
   Del reloj arrinconado,
que en la penumbra clarea,
el tictac acompasado
odiosamente golpea.
   Dice la monotonía
del agua clara al caer:
un día es como otro día;
hoy es lo mismo que ayer.
   Cae la tarde. El viento agita
el parque mustio y dorado…
¡Qué largamente ha llorado
toda la fronda marchita!

Retrato
   Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
 y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
   Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
   Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
 y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
   Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
   Desdeño las romanzas de los tenores huecos
 y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
   ¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
   Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
   Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
 el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
   Y cuando llegue el día del último vïaje,
 y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

A un olmo seco
   Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas verdes le han salido.
   ¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
   No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
   Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
   Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
   Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Por tierras de España
   El hombre de estos campos que incendia los pinares
y su despojo aguarda como botín de guerra,
antaño hubo raído los negros encinares,
talado los robustos robledos de la sierra.
   Hoy ve a sus pobres hijos huyendo de sus lares;
 la tempestad llevarse los limos de la tierra
por los sagrados ríos hacia los anchos mares;
y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.
   Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,
pastores que conducen sus hordas de merinos
a Extremadura fértil, rebaños trashumantes
que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.
   Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,
hundidos, recelosos, movibles; y trazadas
cual arco de ballesta, en el semblante enjuto
de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.
   Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
esclava de los siete pecados capitales.
   Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,
guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;
ni para su infortunio ni goza su riqueza;
le hieren y acongojan fortuna y malandanza.
   El numen de estos campos es sanguinario y fiero:
al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,
veréis agigantarse la forma de un arquero,
 la forma de un inmenso centauro flechador.
   Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—:
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.


 Extracto de Proverbios y cantares (XXIX)
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.

Poemas de Rubén Darío

Caupolicán (incluido en Azul...)

Es algo formidable que vio la vieja raza;
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules o el brazo de Sansón.

Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región;
lancero de los bosques, Nemrod
desjarretar

que todo caza, un toro o estrangular un león.

Sonatina (poema incluido en Prosas profanas)

La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave de oro;
y en un vaso olvidado se desmaya una flor.

El jardín puebla el triunfo de los pavos-reales.
Parlanchina, la dueña dice cosas banales,
y, vestido de rojo, piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.

¿Piensa acaso en el príncipe del Golconsa o de China,
o en el que ha detenido su carroza argentina
para ver de sus ojos la dulzura de luz?
¿O en el rey de las Islas de las Rosas fragantes,
o en el que es soberano de los claros diamantes,
o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?

¡Ay! La pobre princesa de la boca de rosa
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar,
ir al sol por la escala luminosa de un rayo,
saludar a los lirios con los versos de mayo,
o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata,
ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,
ni los cisnes unánimes en el lago de azur.
Y están tristes las flores por la flor de la corte;
los jazmines de Oriente, los nulumbos del Norte,
de Occidente las dalias y las rosas del Sur.

¡Pobrecita princesa de los ojos azules!
Está presa en sus oros, está presa en sus tules,
en la jaula de mármol del palacio real,
el palacio soberbio que vigilan los guardas,
que custodian cien negros con sus cien alabardas,
un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

¡Oh quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!
La princesa está triste. La princesa está pálida...
¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe
La princesa está pálida. La princesa está triste...
más brillante que el alba, más hermoso que abril!

¡Calla, calla, princesa dice el hada madrina,
en caballo con alas, hacia acá se encamina,
en el cinto la espada y en la mano el azor,
el feliz caballero que te adora sin verte,
y que llega de lejos, vencedor de la Muerte ,
a encenderte los labios con su beso de amor!



Cosas del Cid (incluida en Prosas profanas)

Cuenta Barbey, en versos que valen bien su prosa,
una hazaña del Cid, fresca como una rosa,
pura como una perla. No se oyen en la hazaña
resonar en el viento las trompetas de España,
ni el azorado moro las tiendas abandona
al ver al sol el alma de acero de Tizona.

Babieca descansando del huracán guerrero,
tranquilo pace, mientras el bravo caballero
sale a gozar del aire de la estación florida.
Ríe la Primavera, y el vuelo de la vida
abre lirios y sueños en el jardín del mundo.
Rodrigo de Vivar pasa, meditabundo,
por una senda en donde, bajo el sol glorioso,
tendiéndole la mano, le detiene un leproso.

Frente a frente, el soberbio príncipe del estrago
y la victoria, joven, bello como Santiago,
y el horror animado, la viviente carroña
que infecta los suburbios de hedor y de ponzoña.

Y al Cid tiende la mano el siniestro mendigo,
y su escarcela busca y no encuentra Rodrigo.
?¡Oh, Cid, una limosna! ?dice el pobrecito.
?Hermano,
¡te ofrezco la desnuda limosna de mi mano!
?dice el Cid; y, quitando su férreo guante, extiende
la diestra al miserable, que llora y que comprende.

Tal es el sucedido que el Condestable escancia
como un vino precioso en su copa de Francia.
Yo agregaré este sorbo de licor castellano:

                                *

Cuando su guantelete hubo vuelto a la mano,
el Cid siguió su rumbo por la primaveral
senda. Un pájaro daba su nota de cristal
en un árbol. El cielo profundo desleía
un perfume de gracia en la gloria del día.
Las ermitas lanzaban en el aire sonoro
su melodiosa lluvia de tórtolas de oro;
el alma de las flores iba por los caminos
a unirse a la piadosa voz de los peregrinos
y el gran Rodrigo Díaz de Vivar, satisfecho,
iba cual si llevase una estrella en el pecho.
Cuando de la campiña, aromada de esencia
sutil, salió una niña vestida de inocencia,
una niña que fuera una mujer, de franca
y angélica pupila, y muy dulce y muy blanca.
Una niña que fuera un hada, o que surgiera
encarnación de la divina Primavera.

Y fue al Cid y le dijo: «Alma de amor y fuego,
por Jimena y por Dios un regalo te entrego,
esta rosa naciente y este fresco laurel».
Y el Cid, sobre su yelmo las frescas hojas siente,
en su guante de hierro hay una flor naciente,
y en lo íntimo del alma como un dulzor de miel.

Letanía a Nuestro Señor Don Quijote (incluida en Cantos de vida y esperanza)

Rey de los hidalgos, señor de los tristes,
que de fuerza alientas y de ensueños vistes,
coronado de áureo yelmo de ilusión;
que nadie ha podido vencer todavía,
por la adarga al brazo, toda fantasía,
y la lanza en ristre, toda corazón.

Noble peregrino de los peregrinos,
que santificaste todos los caminos
con el paso augusto de tu heroicidad,
contra las certezas, contra las conciencias
y contra las leyes y contra las ciencias,
contra la mentira, contra la verdad...

¡Caballero errante de los caballeros,
varón de varones, príncipe de fieros,
par entre los pares, maestro, salud!
¡Salud, porque juzgo que hoy muy poca tienes,
entre los aplausos o entre los desdenes,
y entre las coronas y los parabienes
y las tonterías de la multitud!

¡Tú, para quien pocas fueron las victorias
antiguas y para quien clásicas glorias
serían apenas de ley y razón,
soportas elogios, memorias, discursos,
resistes certámenes, tarjetas, concursos,
y, teniendo a Orfeo, tienes a orfeón!

Escucha, divino Rolando del sueño,
a un enamorado de tu Clavileño,
y cuyo Pegaso relincha hacia ti;
escucha los versos de estas letanías,
hechas con las cosas de todos los días
y con otras que en lo misterioso vi.

¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida,
con el alma a tientas, con la fe perdida,
llenos de congojas y faltos de sol,
por advenedizas almas de manga ancha,
que ridiculizan el ser de la Mancha,
el ser generoso y el ser español!

¡Ruega por nosotros, que necesitamos
las mágicas rosas, los sublimes ramos
de laurel Pro nobis ora, gran señor.
¡Tiembla la floresta de laurel del mundo,
y antes que tu hermano vago, Segismundo,
el pálido Hamlet te ofrece una flor!

Ruega generoso, piadoso, orgulloso;
ruega casto, puro, celeste, animoso;
por nos intercede, suplica por nos,
pues casi ya estamos sin savia, sin brote,
sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote,
sin piel y sin alas, sin Sancho y sin Dios.

De tantas tristezas, de dolores tantos
de los superhombres de Nietzsche, de cantos
áfonos, recetas que firma un doctor,
de las epidemias, de horribles blasfemias
de las Academias,
¡líbranos, Señor!

De rudos malsines,
falsos paladines,
y espíritus finos y blandos y ruines,
del hampa que sacia
su canallocracia
con burlar la gloria, la vida, el honor,
del puñal con gracia,
¡líbranos, Señor!

Noble peregrino de los peregrinos,
que santificaste todos los caminos,
con el paso augusto de tu heroicidad,
contra las certezas, contra las conciencias
y contra las leyes y contra las ciencias,
contra la mentira, contra la verdad...

¡Ora por nosotros, señor de los tristes
que de fuerza alientas y de ensueños vistes,
coronado de áureo yelmo de ilusión!
¡que nadie ha podido vencer todavía,
por la adarga al brazo, toda fantasía,
y la lanza en ristre, toda corazón!

Lo fatal (incluido en Cantos de vida y esperanza)

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de sr vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido, y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida, y por la sombra, y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y tumba que aguarda con sus fúnebres ramos.
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos...!

domingo, 15 de enero de 2012

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